Antonio Negri*
Raúl Sánchez Cedillo*
En la prensa internacional que se ocupa de la cuestión de Syriza se expresa a menudo una cierta molestia: los griegos se habrían presentado a las negociaciones de Bruselas con actitudes desenfadadas, poco acordes con la etiqueta diplomática. ¡Qué sensación más extraña provoca este juicio si comparamos la franqueza del comportamiento de Varoufakis con la grisura de un Schäuble! Parece una escena del Avaro de Molière: un presunto derrochador de fortunas al lado de un burgués que defiende con los cinco sentidos el dinero acumulado! Al margen de la escena, leamos la pièce desde otra perspectiva: tenemos así a Varoufakis, libre representante de una multitud de trabajadores que exige, para estos, la posibilidad de producir valor y de crear riqueza –frente a él, Schäuble como vicioso guardián de las finanzas de los ricos; Varoufakis como imagen del trabajo, Schäuble como agente de la extracción del valor de ese esfuerzo y esa imaginación.
Durante un largo periodo en Europa, la variable salarial fue el aguijón del desarrollo capitalista. El Estado, los Estados, pagaban este estímulo del desarrollo: por tal motivo nació el llamado Welfare State y por primera vez en la historia se presentó una cierto bienestar para las clases trabajadoras. Estas habían salido de su minoría de edad, se presentaron en la escena política y tradujeron la cuestión del salario y del Welfare en el efecto de una relación de fuerzas que les era favorable. Razón por la cual los Estados se endeudaron a cambio de paz social. Ahora, en la crisis, la casta patronal y política europea pide, exige e impone a los trabajadores el resarcimiento de ese gasto y lo llama deuda. Y así el dominio se representa bajo la figura de la deuda. En la crisis se repiten los orígenes del capitalismo. El origen remite a la acumulación desenfrenada y al monopolio de la distribución social de la riqueza y de la moneda. Nacen de esta suerte la sociedad y el poder de la burguesía, constitucionalizando sus intereses y basando su propia identidad en la explotación de todo el trabajo social. Así, pues, el problema no es la deuda, sino cómo se ha formado; no su cantidad, sino su cualidad, el modo en que determina la vida de todos.
Con la modificación de las relaciones de fuerza, la deuda se ha convertido en una condena, no para quienes la contrajeron (los patronos, al objeto de mantener la paz social), sino para los trabajadores, que de buena gana habrían prescindido de esa paz porque renovaba su subordinación. Y lo que hay que romper es esa relación de subordinación. Podemos –así nos parece– tiene la posibilidad de empezar a terminar con este escándalo en España y en Europa. ¿Por qué? Porque España es la cuarta economía de Europa, porque su consistencia demográfica y económica la pone al abrigo de chantajes y de maniobras de exclusión, porque una iniciativa democrática que parta de España –de revisión de la deuda pública, de compensación y de nuevo impulso del crecimiento en forma de créditos y de ayudas estructurales– no podrá ser tratada con arrogancia por la emperifollada diplomacia de Bruselas, sino que, por el contrario, podrá sumarse al interés y al despertar político y constituyente de las otras fuerzas democráticas en Europa.
Ahora bien, una política económica de renovación solo puede partir de la eliminación de la injusticia fiscal. Exige por ende la imposición de criterios fuertemente progresivos en materia de impuestos, un control lúcido de las actividades bancarias, una tasa sobre las transacciones financieras –y todo ello vinculado a una política de destrucción de los paraísos fiscales y de la renta financiera. La nuestra es una firme llamada al intervencionismo fiscal. No se nos escapa hasta qué punto el intervencionismo puede resultar contraproducente y devolvernos a las peores versiones del jacobinismo, cuando al sacrosanto sentido de la justicia se unen otras tantas dosis de sectarismo plebeyo: pero en lo que atañe a la cuestión fiscal, es necesario. Más allá de sus excesos, se trata en este caso de una representación del sentimiento de igualdad que la democracia produce y de un aspecto fundamental de una voluntad constituyente renovada. En este terreno es perfectamente legítimo recurrir a aquella vigorosa persuasión moral –el alma del pensamiento democrático, según Jefferson– ejercida con frecuencia y eficacia por los movimientos multitudinarios. El replanteamiento, junto a esta experiencia de justicia, junto a este sentido de la igualdad, de una nueva experiencia constituyente para la Unión europea representa el verdadero tema de la crítica de la economía política de nuestro siglo. ¿Quiénes pagan impuestos, en qué cantidades y para qué fines? Se trata de una cuestión cuya reintroducción es tachada de vulgar por la casta, pero que resulta fundamental en todas las experiencias constituyentes de la modernidad. Y si hoy estamos más allá, si estamos ya en la postmodernidad, ello significa que no basta con hacer un discurso sobre la distribución social de las ganancias, sino que es necesario más bien desarrollar un discurso económico que, partiendo de la reproducción de la vida y de la riqueza, acceda a los temas de la producción social. La batalla democrática tiene que plantearse y ganarse en el terreno de la producción.
Así, pues, ¿keynesianismo, postkeynesianismo? Una vez que hemos reconocido la naturaleza reaccionaria del ordoliberalismo y por ende de la constitución misma del BCE bajo el poder de mando del Bundesbank, ¿qué marco económico y empresarial se ha de estimular? ¿Y quién debe ser el actor fundamental de este renacimiento económico y al mismo tiempo democrático? El problema es difícil, y lo es porque es nuevo. Vieja es, por el contrario, la historia sagrada de la laboriosidad y la austeridad del experimento de la RFA. Viejo es el credo ordoliberal de la «economía social de mercado» con Erhard su profeta y la Reforma monetaria de 1948 como el primero de sus milagros. Una vez que terminó su función anticomunista, promovida y organizada por los ocupantes angloestadounidenses, el evangelio ordoliberal se convierte hoy paradójicamente en el instrumento de destrucción de las defensas erigidas contra un neobismarkianismo alemán que, de nuevo, se eleva como amenaza contra la paz y la democracia en el continente.
Cuando decimos que estamos en la postmodernidad nos planteamos, para empezar, el tema del sujeto económico central, capaz de interpretar y guiar la reforma que el acto de producir (en la forma de una producción que es social) exige. Ahora bien, cuando nos planteamos esto en la España de hoy no podemos dejar de remitirnos al pueblo del 15M. Precariado, fuerza de trabajo cognitiva, trabajadores/as de la industria y de los servicios, enseñantes y estudiantes, trabajadores/as de los cuidados y de la salud, parados que trabajan esporádicamente y en negro, mujeres y hombres: se trata de un pueblo explotado por el capital global, una multitud social de la que se extrae plusvalor. El capital financiero extrae valor de la sociedad en su totalidad, en todos sus tiempos y espacios. Frente a esto, el sujeto que actúa dentro de estas condiciones debe acceder al conocimiento de la violencia y de las dimensiones del dominio capitalista, así como de la forma en que este se ejerce, si quiere desprenderse de la austeridad y eventualmente de la miseria, y si quiere sustraerse a los mecanismos de la explotación. Lo que combatimos (y desde luego aquí no se trata de plantear cuestiones ideológicas) no es solo el egoísmo y la avidez de dinero y poder, ni tampoco el individualismo moral que traen consigo: si no llevamos este discurso de radicalidad democrática dentro de la producción económica y dentro de la vida de todos los días, nos arriesgamos a que nuestra acción resulte completamente insuficiente. Entonces, nuestra tarea consiste en movernos para construir, en el común, formas de redistribución de la riqueza y en desarrollar una labor de liberación del trabajo social productivo.
El welfare o las políticas de bienestar son el primer terreno de esta batalla. Un elemento fundamental de un nuevo welfare es una renta básica garantizada y digna para vivir nuestra propia vida, para ejercer nuestra propia ciudadanía iguales y libres, al abrigo de los chantajes y los privilegios, de las corporaciones y de la corrupción de las mafias de toda especie. La renta básica se ha de plantear entonces como uno de los elementos principales de todo programa económico. A partir de una renta básica garantizada y digna para todos pueden desarrollarse políticas de gestión y de empresariado cooperativo y abrirse nuevos «servicios humanos para el ser humano»: hospitales, escuelas, viviendas, transformación ecológica de la producción, de los transportes y de las ciudades, producciones basadas en el software y el hardware libres (lo que los compañeros ecuatorianos y españoles han llamado la FLOK society). Algo fundamentalmente distinto del neoextractivismo en su versión española, hecho de devastación ecológica y social de los territorios sometidos a economías de explotación y precariedad desenfrenadas. Sí, pero también –solo por subrayar momentos de una excepcional importancia– medidas inmediatas que saquen de la miseria a los pobres y una gran política que lleve a las mujeres a sentirse finalmente ciudadanas inter pares, que ayude a las mujeres a emanciparse no solo dentro del patriarcado y de la familia, sino que al mismo tiempo la respalden en las peripecias de su liberación; que den a las y los ciudadanos migrantes la plena ciudadanía del trabajo que les corresponde in primis, porque a nadie se le escapa que ellas y ellas han sido también, en los últimos veinte años, la base humana del crecimiento del sector inmobiliario y de los servicios a las personas y sobre todo del mantenimiento del sistema público de pensiones.
Se trata con esto de formas de acciones productivas que se inscriben en la construcción del común. Necesitamos «cámaras metropolitanas del trabajo» que preparen instrumentos de lucha y figuras de organización del vivir común. Y esto no solo se aplica al salario social (renta básica), sino también al salario de las y los trabajadores: la iniciativa sindical tiene que medirse con el campo social, se hace necesario adoptar y ampliar las formas de lucha ya experimentadas en las mareas y sobre todo por la PAH. Se trata de un gran objetivo: la unificación, en un proyecto fuerte y participativo, de la iniciativa mutualista y cooperativa con la sindical –para la construcción del común. Y a este respecto no se puede olvidar que la PAH es algo más que un modelo de referencia, es una máquina de guerra que está devolviendo vida y esperanza a miles de personas.
Podemos y sus economistas hablan de una acción inspirada en el keynesianismo para volver a poner en marcha la máquina productiva del país. No le falta utilidad a esta reivindicación keynesiana para atacar directamente las medidas ordoliberales de control social y económico. Pero reinventar hoy el keynesianismo político no es una tarea fácil después de su derrota política, después de Thatcher, después de Blair y Schröder. Sin embargo, puede empezar a ser un terreno favorable para la recuperación de iniciativas empresariales y la introducción de políticas redistributivas eficaces si se propone un nuevo ámbito de programas sociales y de decisión política que incidan directamente en la relación entre capital financiero y sujeto productivo social. El pueblo del 15M del que hemos hablado puede asumir aquí un papel protagonista. Pero surge la objeción: se trata de una multitud no organizada, es una acumulación de fuerzas distintas. Y lo es, pero puede tornarse en algo muy diferente. Adentrándonos en esta divisoria, se hace necesario un discurso y una práctica de (nueva) lucha de clases. Tras el 15M, puede acometerse el tránsito de la defensa y conservación del Welfare a la construcción europea de un poderoso Commonfare.
Cuando llegó al gobierno en 1933 y quiso construir un New Deal que reconquistara a la clase obrera para el desarrollo industrial, Roosevelt se propuso por encima de todo construir un sindicato nuevo, un sindicato del obrero masa (varón y predominantemente blanco). Y así lo hizo, al objeto de que funcionara su reforma política: es decir, impulsó la sindicalización de las nuevas figuras obreras, taylorizadas en la gran empresa fordista –y así nació el Congress of Industrial Organizations, antagonista de los capitalistas en el terreno del trabajo; y a su hegemonía se subordinaron los viejos sindicatos del obrero profesional: corporaciones a menudo corruptas e incapaces de construir una universalidad para toda la clase explotada.
Hoy se trata, en las nuevas condiciones, de actuar de la misma manera: de construir una coalición de las y los trabajadores de las redes sociales y digitales que corresponda a la nueva composición de las clases trabajadoras; de unificar mutualismo, instituciones cooperativas y, sobre todo, de construir una fuerte sindicalización de lo social. La renta básica contra la exclusión es fundamental, pero no es suficiente para determinar el éxito de este proyecto. La revisión de la deuda pública, el impuesto sobre las grandes fortunas y sobre las transacciones financieras son elementos igualmente esenciales. Lo decisivo es construir un sujeto que aúne interés económico y civil, integrando las diferencias de la multitud; que construya de tal suerte una acción política coherente y continua, una agitación que abra desde abajo la reforma constituyente.
En la búsqueda de estas nuevas figuras de la democracia económica –y plasmándolas eventualmente mediante el gobierno del país– podrá ponerse en marcha el empresariado social de la multitud. Debemos arrebatar a las castas políticas y financieras el injustificado monopolio ideológico e institucional sobre la capacidad de hacer empresas. Cuando se actúa con sensatez, la crítica económica y los programas de reforma nacen de la relación entre gobierno y multitudes. Estas no preexisten a la acción política desde abajo. Pero cuando las iniciativas populares se hacen gobierno, hasta la teoría económica puede acometer su renovación. Necesitamos una nueva ciencia del gobierno económico de la sociedad postmoderna. Muchos esperan de Podemos la introducción a este saber, que no solo consiste en la excelencia de la táctica de gobierno, sino también en la estrategia de las multitudes y en la propuesta de una democracia real en Europa.
*Antonio Negri es un militante, filósofo y escritor italiano. Autor, junto a Michael Hardt, de la trilogía Imperio, Multitud y Commonwealth.
*Raúl Sánchez Cedillo (@sanchezcedillo) es activista y traductor y participa en fundaciondeloscomunes.net